encierro y naufragio
Desde que cae la noche los cocineros y empleados preparan la fuga, no saben exactamente por qué, pero la necesidad de escapar se esparce sobre sus mentes. Mientras tanto las visitas llegan e inician el teatro insípido de la reunión social. Detrás de la acogedora pareja de anfitriones se disfrazan historias de infieles; la delicada virgen arroja ceniceros a las ventanas; la refinada señora del paño de lino oculta un ave descompuesta en el bolso.
Alrededor la rutina trata de imponerse en el dialogo monótono y repetitivo que parece salido de algún libreto. Las preguntas que van y vienen son una obligación contractual y sus respuestas interesan tan poco que se olvidarán en un par de horas. Así como se olvidan los nombres de caballeros presentados 15 minutos antes. El aplauso a la supuesta pianista es otro automatismo que por lo menos despierta al resto de los presentes.
Y luego el desastre se consuma, una tras otra la seguidilla de excusas falsas y medias verdades van construyendo un muro inquebrantable. En la primera noche se quitarán el frac, por necesidad y por "atenuar la incorrección". Luego serán los peinados que sufran el aporreo de una noche sin almohada. Pero la naturaleza humana va mas allá de esos simples detalles, y tras unos cuantos días los frágiles disfraces caen. Las alucinaciones de los enfermos provocan la ira de los impacientes, que se afeitan el cuerpo como único medio de mitigar el aburrimiento. El hambre hace comer papel al mayordomo que recuerda sus días de infancia escolar. El médico proporciona morfina como único medicamento para su banda de náufragos.
Pronto la desesperación se apodera de los invitados y los instintos animales son los que salen a flote. Las creencias místicas, escondidas en lo hondo de la vergüenza no tienen reparo en salir, como palabras secretas de la masonería o como rito esotérico de plumas de gallina. La única salida para un par de jóvenes amantes fue el suicidio, pero sus cuerpos inundan ahora el cuarto de un olor nauseabundo, que únicamente aumenta la tensión entre los convidados. Cuando el hambre ya va a cobrar mas víctimas, el milagro de los corderos que se entregan al altar de sacrificio abre nuevas esperanzas. No de vida como la conocían antes, sino de supervivencia, primigenia, salvaje. Es alargar el suplicio.
Pero al final, cuando la barbarie intenta llegar a la cúspide, el sacrificio humano en favor de un improbable favor divino, se produce la inesperada repetición de los hechos. Y esta vez no hay excusas prefabricadas, unos segundos de lucidez hacen a todos volver a utilizar eso que llaman razón, para recobrar la libertad autonegada. Volver a jugar, cada uno su rol respectivo, pero esta vez con algún sentido, verdadero, casi puro.
Pero es libertad durará poco, el rito eclesiástico de "acción de gracias" será suficiente para volver a encerrarse en las burdas convenciones y maquinales maniobras precompiladas que ocultan las verdaderas intenciones. Es un mundo falso y vivimos de mentiras para sobrellevarlo.